127 horas sin móvil. ¿Te atreves?

Necesitaba desconectar. No sé muy bien cuál fue el detonante de mi decisión. Si llegué a ser consciente del estrés que me estaba suponiendo que mi Smartphone fuera una extensión de mi brazo, o si había hecho mella en mí el mensaje de Black Mirror, la serie que me tiene en vilo desde su primer minuto. La cuestión es que el día 1 de Diciembre, a las 00.00 horas, apagué mi móvil.

Me propuse estar cinco días con el terminal apagado. El miércoles 30 por la mañana me pareció una idea fantástica. Estaba muy animada con el reto, así que avisé en el trabajo, a mi familia y amigos que estaría solo localizable en el teléfono fijo, y que revisaría el email de vez en cuando. Pero a medida que iban pasando las horas, ya empezaba a arrepentirme… ¡Sin ni siquiera haber empezado! Definitivamente lo necesitaba. Era una señal inequívoca de que estaba enganchada.

Un mundo de zombies.

Llegué a casa poco antes de la media noche. Me dio tiempo a revisar lo último que tenía pendiente, y despedirme entre bromas del “mundo Whatsapp”. Cerré la aplicación y deslicé el dedo índice sobre la palabra “apagar”.

Lo primero que eché de menos fue
el reloj. ¿Cuánto hace que no usaba uno? Pero me refiero a usarlo de verdad. Entendí que había pasado a convertirse en un complemento de moda, que los que tenía, podrían estar sin pila y ni me hubiera dado cuenta.

Para mi sorpresa, el segundo elemento al que mi Iphone me tenía acostumbrada, es a disponer de una linterna. ¿Quién me lo iba a decir? Cada noche, después de apagar todo, voy con la linterna hasta la habitación, para así asegurarme de no dejar ninguna luz encendida. Ok, podría vivir sin ello.

¿Pero y la alarma? ¿Cómo me despertaré mañana? ¿Cómo lo hacíamos antes? Encendí de nuevo el móvil "primera trampa en el camino nada más empezar". Lo puse en modo avión, activé la alarma, y lo apagué de nuevo. Ya mañana pensaría en otra opción.

¡Y aquí se obró el milagro! Mi rutina 2.0 consiste en mirar el móvil hasta que me vence el sueño. Y desde luego, al despertar, esa pequeña pantalla es lo primero a lo que recurro. Pero esta vez fue diferente. Miré hacia la mesita de noche, y allí estaba esperándome el señor Patterson con su “Vías cruzadas”. Había empezado el libro a mediados de verano, pero durante mucho tiempo no encontraba la manera de arañar horas en el día para poder dedicárselas. Me supo muy bien volver a enfrascarme entre sus páginas.

A la mañana siguiente, el móvil no sonó. Por suerte, la mañana del jueves no trabajaba, y no me supuso un contratiempo despertarme un poco más tarde. Pero… ¿cómo era posible? Creía que la alarma suena aunque tengas el móvil apagado…

Como éste dilema, se plantearon muchos otros durante los siguientes días. Cada hora que pasaba, entendía como esos pequeños artilugios se han apoderado de nuestras vidas. Dependemos de ellos para todo.

Sentí la necesidad de fotografiar algunos paisajes que encontré paseando con mis perros. Como si no me bastara con disfrutarlos en vivo… Tenía la necesidad de compartirlo con vosotros.

El hecho de ubicarme en la ciudad. Recibí por e-mail algunas direcciones a las que debía ir, y no os hacéis una idea de lo difícil que resulta ubicarse sin el GPS… Incluso una tarde, por el centro de Madrid, decidí ir al cine y me descubrí huérfana sin poder mirar la cartelera y las sesiones de cada cine. Esto refleja que vivimos en la etapa del "ya y ahora". La etapa del inmediato. De ser resolutivos. Éstas máquinas nos proporcionan toda la información que necesitamos para que nuestra vida sea más cómoda en cada instante. 

No paraba de repetirme, que me hubiera gustado más vivir la experiencia marchándome a una casa rural: de vacaciones e inmersa en la naturaleza. ¿Pero qué gracia tendría eso? Resultaría sin dudarlo mucho más fácil. Lo difícil es vivirlo en una gran ciudad en pleno siglo XXI.

Así es como mi cerebro buscaba excusas para volver a encender mi smarphone:

Por ejemplo, con el post de la semana pasada. Sabía que saltaría a la red si o si, ya que programo su publicación de manera automática. Pero tenía que haceros llegar la información y los links. Pero lo cierto es que a todos nos gusta que nos lo den todo “masticadito”. Mucho interés tienes que tener en alguien, para buscar expresamente si ha publicado algo nuevo. Casi todos esperamos que nos salte una notificación en nuestras redes sociales y sólo tengamos que hacer un clic.

El pan de cada día

Intenté iniciar sesión en Twitter desde el ordenador, pero… ¡Sorpresa!, apareció un mensaje informándome de que tengo enlazada mi cuenta a mi teléfono móvil como medida de seguridad, así que para poder acceder, tengo que introducir un código que me hacen llegar por SMS. ¿En serio?. 

SEGUNDA TRAMPA.

El viernes por la mañana, encendí de nuevo el móvil, lo puse en modo avión, y rescaté el código para poder acceder. Inmediatamente volví a apagarlo. Sintiéndome culpable. ¡Así no se hace el reto Sara!

Lo cierto es que los primeros días encontré muchas más cosas negativas que positivas en la experiencia. Me daba la sensación de estar renunciando a facilidades de la manera más tonta. Y no fue hasta el cuarto día, cuando empecé a cogerle el gustillo:

Empecé a disfrutar de los trayectos en transporte público y observar a la gente. Volví a disfrutar viendo una película o serie en televisión, sin lanzarme a por el móvil en cuanto aparecían los primeros anuncios. Incluso volví a disfrutar de sentarme a la mesa en cada almuerzo, cada cena, o cada café, sin tener la necesidad de refrescar las notificaciones del mundo virtual.

El quinto día terminé Vías cruzadas. Devoré casi quinientas páginas en tan sólo cuatro días. Creo que fue el hecho más notorio a la hora de hacerme entender la cantidad de horas que entregamos a la tecnología . ¡Sí que disponía de tiempo para leer! y para pensar y analizar... Pero necesitaba pararme y reconocer que era lo que absorbía tanto mi tiempo.

Cuando volví a encender el teléfono, casi preferí volver a apagarlo de nuevo. La cantidad de notificaciones, mensajes y llamadas perdidas me saturó. Me ha llevado un par de días gestionarlas. Pero tristemente, me he dado cuenta de que volver a engancharme ha sido muy sencillo. Ya vuelvo a tener el móvil a escasos treinta centímetros. He vuelto a mirarlo con cada notificación. Y he vuelto a revisarlo de manera compulsiva.

La conclusión a la que llego después del experimento, es que se puede vivir perfectamente sin él. Sacrificamos beneficios a los que nos hemos acostumbrado y a priori eso nos molesta. Pero los beneficios que descubrí merecen mucho la pena.

Sin ninguna duda, repetiré cada cierto tiempo.

¿Tu móvil es también una extensión de tu brazo? ¿Has estado saturad@ alguna vez? ¿Cuánto tiempo crees que podrías vivir sin móvil?